Diotima - ¿Qué es el amor?

Diotima, maestra de Sócrates
en los misterios del amor
Esta debe ser una de las preguntas más respondidas, pues cada persona brinda su propia respuesta, y también hay quienes citan a grandes personajes de la historia y aceptan sus palabras, por supuesto, sin ninguna prueba de que sean ciertas, simplemente porque satisfacen su sentimiento o porque reflexionan en ellas algunos segundos y les parecen ciertas. También hay quienes afirman que el amor es un gen.

¿Qué nos dice el diccionario sobre la palabra amor? Según la RAE, es un "sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser". Es una respuesta interesante y satisfacería a la gran mayoría, pues es clara y concisa, limitándose al sentimiento de un ser por otro que, finalmente, es lo que la gran mayoría de personas asocia con el amor.

Hay, sin embargo, una concepción más amplia del amor, intrínseca en nuestos pensamientos y sentimientos; pues cuando decidimos salir del concepto de pareja, encontramos que existe un amor que abarca un universo mayor.
Platón

Si bien el diccionario nos dice que es la unión de un ser con otro, ¿Cómo podríamos explicar que, cuando una persona ama a otra, puede desprenderse de su compañía y de la unión con esta, sabiendo que este distanciamiento le haría un bien a la persona que está dejando? Talvés alguien pueda preguntarme en qué casos sucede esto y yo sólo le respondería que ha vivido muy poco si no lo sabe.

Quizá es necesario entrar a los territorios de la filosofía para encontrar una respuesta que aplique a más circuntancias y pueda redondear nuestras ideas. ¿Peró por qué la filosofía y no la genética o la robótica? Lo diré de esta forma: mientras que nosotros gastamos un par de minutos pensando en estas cosas, los filósofos se pasaron la vida en esta búsqueda, al menos deberíamos escucharlos o leerlos.
Sócrates recibiendo la cicuta,
minutos antes de su muerte.

Como fuente primera y única, ya que el texto es extenso, citaré parte de la obra El Banquete, escrito por Platón, hace unos 2,400 años. Curioso resulta que luego de tanto tiempo sigamos con los mismos cuestionamientos, no parece que nuestra civilización haya avanzado en la escencia de su ser, sólo en lo material.

La intención de dejarles el texto y no ofrecer mis conclusiones, es que cada uno pueda por sí mismo, no sólo disfrutar el diálogo, sinó que más importante, formar su propio concepto en sus propias palabras. No puedo afirmar que Platón, Sócrates o Diotima sean los conocedores de esta verdad, pero para mi entendimiento y sentimiento, es la respuesta más satisfactoria.

Diálogo entre Agatón y Sócrates:

Sócrates: Te vi, mi querido Agaton, entrar perfectamente en materia, diciendo que era preciso mostrar primero cuál es la naturaleza del Amor, y en seguida cuáles son sus efectos. Apruebo esta manera de comenzar. Veamos ahora, después de lo que has dicho, todo bello y magnífico, sobre la naturaleza del Amor, algo más aún. Dime: ¿el Amor es el amor de alguna cosa o de nada? No te pregunto si es hijo de un padre o de una madre, porque sería una pregunta ridícula. Si, por ejemplo, con motivo de un padre, te preguntase si es o no padre de alguna cosa, tu respuesta, para ser exacta, debería ser que es padre de un hijo o de una hija; ¿no convienes en ello?

—Sí, sin duda, dijo Agaton.

—¿Y lo mismo sería de una madre?

Agaton convino en ello.

—Permite aún, dijo Sócrates, que haga algunas preguntas para poner más en claro mi pensamiento: un hermano, a causa de esta misma cualidad, ¿es hermano de alguno o no lo es?

—Lo es de alguno, respondió Agaton.

—De un hermano o de una hermana.

Convino en ello.

—Trata, pues, replicó Sócrates, de demostrarnos si el Amor es el amor de nada o si es de alguna cosa.

—De alguna cosa, seguramente.

—Conserva bien en la memoria lo que dices, y acuérdate de qué cosa el Amor es amor; pero antes de pasar adelante, dime si el Amor desea la cosa que él ama.

—Sí, ciertamente.

—Pero, replicó Sócrates, ¿es poseedor de la cosa que desea y que ama, o no la posee?

—Es probable, replicó Agaton, que no la posea.

—¿Probable?, mira si no es más bien necesario que el que desea le falte la cosa que desea, o bien que no la desee si no le falta. En cuanto a mí, Agaton, es admirable hasta qué punto es a mis ojos necesaria esta consecuencia. ¿Y tú qué dices?

—Yo, lo mismo.

—Muy bien; así, pues, ¿el que es grande deseará ser grande, y el que es fuerte ser fuerte?

—Eso es imposible, teniendo en cuenta aquello en que ya hemos convenido.

—Porque no se puede carecer de lo que se posee.

—Tienes razón.

—Si el que es fuerte, repuso Sócrates, desease ser fuerte, el que es ágil, ágil, el que es robusto, robusto... quizá alguno podría imaginarse en este y otros casos semejantes que los que son fuertes, ágiles y robustos, y que poseen estas cualidades, desean aún lo que ellos poseen. Para que no vayamos a caer en semejante equivocación, es por lo que insisto en este punto. Si lo reflexionas, Agaton, verás que lo que estas gentes poseen, lo poseen necesariamente, quieran o no quieran; y ¿cómo entonces podrían desearlo? Y si alguno me dijese: rico y sano deseo la riqueza y la salud; y, por consiguiente, deseo lo que poseo, nosotros podríamos responderle: posees la riqueza, la salud y la fuerza, y si tú deseas poseer estas cosas, es para el porvenir, puesto que al presente las posees ya, quiéraslo o no. Mira, pues, si cuando dices: deseo una cosa, que tengo al presente, no significa esto: deseo poseer en el porvenir lo que tengo en este momento. ¿No convendrías en esto?

—Convendría, respondió Agaton.

—Pues bien, prosiguió Sócrates, ¿no es esto amar lo que no se está seguro de poseer, aquello que no se posee aún, y desear conservar para el porvenir aquello que se posee al presente?

—Sin duda.

—Por lo tanto, lo mismo en este caso que en cualquiera otro, el que desea, desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe al presente, lo que no posee, lo que no tiene, lo que le falta. Esto es, pues, desear y amar.

—Seguramente.

—Resumamos, añadió Sócrates, lo que acabamos de decir. Primeramente, el Amor es el amor de alguna cosa; en segundo lugar, de una cosa que le falta.

—Sí, dijo Agaton.

—Acuérdate ahora, replicó Sócrates, de qué cosa, según tú el Amor es amor. Si quieres, yo te lo recordaré. Has dicho, me parece, que se restableció la concordia entre los dioses mediante el amor a lo bello, porque no hay amor de lo feo. ¿No es esto lo que has dicho?

—Lo he dicho, en efecto.

—Y con razón, mi querido amigo. Y si es así, ¿el Amor es el amor de la belleza, y no de la fealdad?

Convino en ello.

—¿No hemos convenido en que se aman las cosas cuando se carece de ellas y no se poseen?

—Sí.

—Luego el Amor carece de belleza y no la posee.

—Necesariamente.

—¡Pero qué! ¿Llamas bello a lo que carece de belleza, a lo que no posee en manera alguna la belleza?

—No, ciertamente.

—Si es así, repuso Sócrates, ¿sostienes aún que el Amor es bello?

—Temo mucho, respondió Agaton, no haber comprendido bien lo que yo mismo decía.

—Hablas con prudencia, Agaton; pero continúa por un momento respondiéndome: ¿te parece que las cosas buenas son bellas?

—Me lo parece.

—Entonces el Amor carece de belleza, y si lo bello es inseparable de lo bueno, el Amor carece también de bondad.

—Es preciso, Sócrates, conformarse con lo que dices, porque no hay medio de resistirte.

—Es, mi querido Agaton, imposible resistir a la verdad; resistir a Sócrates es bien sencillo.

Diálogo entre Diotima y Sócrates

Sócrates: Es, mi querido Agaton, imposible resistir a la verdad; resistir a Sócrates es bien sencillo. Pero te dejo en [336] paz, porque quiero referirte la conversación que cierto día tuve con una mujer de Mantinea, llamada Diotima. Era mujer muy entendida en punto a amor, y lo mismo en muchas otras cosas. Ella fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios, mediante los que se libraron durante diez años de una peste que los estaba amenazando. Todo lo que sé sobre el amor, se lo debo a ella.. Me parece más fácil referiros fielmente la conversación que tuve con la extranjera. había yo dicho a Diotima casi las mismas cosas que acaba de decirnos Agaton, que el Amor era un gran dios, y amor de lo bello; y ella se servía de las mismas razones que acabo de emplear yo contra Agaton, para probarme que el Amor no es ni bello ni bueno. Yo la repliqué: ¿qué piensas tú, Diotima, entonces? ¡Qué!, ¿será posible que el Amor sea feo y malo?

—Habla mejor, me respondió: ¿crees que todo lo que no es bello, es necesariamente feo?

—Mucho que lo creo.

—¿Y crees que no se puede carecer de la ciencia sin ser absolutamente ignorante? ¿No has observado que hay un término medio entre la ciencia y la ignorancia?

—¿Cuál es?

—Tener una opinión verdadera sin poder dar razón de ella; ¿no sabes que esto, ni es ser sabio, puesto que la ciencia debe fundarse en razones; ni es ser ignorante, puesto que lo que participa de la verdad no puede llamarse ignorancia? La verdadera opinión ocupa un lugar intermedio entre la ciencia y la ignorancia.

Confesé a Diotima, que decía verdad.

—No afirmes, pues, replicó ella, que todo lo que no es bello es necesariamente feo, y que todo lo que no es bueno es necesariamente malo. Y por haber reconocido que el Amor no es ni bueno ni bello, no vayas a creer que necesariamente es feo y malo, sino que ocupa un término medio entre estas cosas contrarias.

—Sin embargo, repliqué yo, todo el mundo está acorde en decir que el Amor es un gran dios.

—¿Qué entiendes tú, Sócrates, por todo el mundo? ¿Son los sabios o los ignorantes?

—Entiendo todo el mundo sin excepción.

—¿Cómo, replicó ella sonriéndose, podría pasar por un gran dios para todos aquellos que ni aun por dios le reconocen?

—¿Cuáles, la dije, pueden ser esos?

—Tú y yo, respondió ella.

—¿Cómo puedes probármelo?

—No es difícil. Respóndeme. ¿No dices que todos los dioses son bellos y dichosos? ¿O te atreverías a sostener que hay uno que no sea ni dichoso ni bello?

—¡No, por Zeus!

—¿No llamas dichosos a aquellos que poseen cosas bellas y buenas?

—Seguramente.

—Pero estás conforme en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una señal de privación.

—En efecto, estoy conforme en eso.

—¿Cómo entonces, repuso Diotima, es posible que el Amor sea un dios, estando privado de lo que es bello y bueno?

—Eso, a lo que parece, no puede ser en manera alguna.

—¿No ves, por consiguiente, que también tú piensas que el Amor no es un dios?

—¡Pero qué!, la respondí, ¿es que el Amor es mortal?

—De ninguna, manera.

—Pero, en fin, Diotima, dime qué es.

—Es, como dije antes, una cosa intermedia entre lo mortal y lo inmortal.

—¿Pero qué es por último?

—Un gran demonio, Sócrates; porque todo demonio ocupa un lugar intermedio entre los dioses y los hombres.

—¿Cuál es, la dije, la función propia de un demonio?

—La de ser intérprete y medianero entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los sacrificios de estos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les han ofrecido. Los demonios llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra; son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios, a los encantamientos, a las profecías y a la magia. La naturaleza divina como no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale de los demonios para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el sueño. El que es sabio en todas estas cosas es demoníaco; y el que es hábil en todo lo demás, en las artes y oficios, es un simple operario. Los demonios son muchos y de muchas clases, y el Amor es uno de ellos.

—¿A qué padres debe su nacimiento? pregunté a Diotima.

—Voy a decírtelo, respondió ella, aunque la historia es larga.

Cuando el nacimiento de Venus, hubo entre los dioses un gran festín, en el que se encontraba, entre otros, Poros{19} hijo de Metis{20}. Después de la comida, Penia{21} se puso a la puerta, para mendigar algunos [339] desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el néctar (porque aún no se hacia uso del vino), salió de la sala, y entró en el jardín de Zeus, donde el sueño no tardó en cerrar sus cargados ojos. entonces, Penia, estrechada por su estado de penuria, se propuso tener un hijo de Poros. fue a acostarse con él, y se hizo madre del Amor. Por esta razón el Amor se hizo el compañero y servidor de Venus, porque fue concebido el mismo día en que ella nació; además de que el Amor ama naturalmente la belleza y Venus es bella. Y ahora, como hijo de Poros y de Penia, he aquí cuál fue su herencia. Por una parte es siempre pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado, sin calzado, sin domicilio, sin más lecho que la tierra, sin tener con qué cubrirse, durmiendo a la luna, junto a las puertas o en las calles; en fin, lo mismo que su madre, está siempre peleando con la miseria. Pero, por otra parte, según el natural de su padre, siempre está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil; ansioso de saber, siempre maquinando algún artificio, aprendiendo con facilidad, filosofando sin cesar; encantador, mágico, sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo día aparece floreciente y lleno de vida, mientras está, en la abundancia, y después se extingue para volver a revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que nunca es rico ni pobre. Ocupa un término medio entre la sabiduría y la ignorancia, porque ningún dios filosofa, ni desea hacerse sabio, puesto que la sabiduría es aneja a la naturaleza divina, y en general el que es sabio no filosofa. Lo mismo sucede con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa, ni desea hacerse sabio, porque la ignorancia produce precisamente el pésimo efecto de persuadir a los que no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas cualidades; porque ninguno desea las cosas de que se cree provisto.

—Pero, Diotima, ¿quiénes son los que filosofan, si no son ni los sabios, ni los ignorantes?

—Hasta los niños saben, dijo ella, que son los que ocupan un término medio entre los ignorantes y los sabios, y el Amor es de este número. La sabiduría es una de las cosas más bellas del mundo, y como el Amor ama lo que es bello, es preciso concluir que el Amor es amante de la sabiduría, es decir, filósofo; y como tal se halla en un medio entre el sabio y el ignorante. A su nacimiento lo debe, porque es hijo de un padre sabio y rico, y de una madre que no es ni rica ni sabia. Tal es, mi querido Sócrates, la naturaleza de este demonio. En cuanto a la idea que tú te formabas, no es extraño que te haya ocurrido, porque creías, por lo que pude conjeturar en vista de tus palabras, que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. he aquí, a mi parecer, por qué el Amor te parecía muy bello, porque lo amable es la belleza real, la gracia, la perfección y el soberano bien. Pero lo que ama es de otra naturaleza distinta como acabo de explicar.

—Y bien, sea así, extranjera; razonas muy bien, pero el Amor, siendo como tú acabas de decir, ¿de qué utilidad es para los hombres?

—Precisamente eso es, Sócrates, lo que ahora quiero enseñarte. Conocemos la naturaleza y el origen del Amor; es como tú dices el amor a lo bello. Pero si alguno nos preguntase: ¿qué es el amor a lo bello, Sócrates y Diotima, o hablando con mayor claridad, el que ama lo bello a qué aspira?

—A poseerlo, respondí yo.

—Esta respuesta reclama una nueva pregunta, dijo Diotima; ¿qué le resultará de poseer lo bello?

—Respondí, que no me era posible contestar inmediatamente a esta pregunta.

—Pero, replicó ella, si se cambiase el término, y poniendo lo bueno en lugar de lo bello te preguntase: Sócrates, el que ama lo bueno, ¿á qué aspira?

—A poseerlo.

—¿Y qué le resultaría de poseerlo?

—Encuentro ahora más fácil la respuesta; se hará dichoso.

—Porque creyendo las cosas buenas, es como los seres dichosos son dichosos, y no hay necesidad de preguntar porqué el que quiere ser dichoso quiere serlo; tu respuesta me parece satisfacer a todo.

—Es cierto, Diotima.

—Pero piensas que este amor y esta voluntad sean comunes a todos los hombres, y que todos quieran siempre tener lo que es bueno; ¿o eres tú de otra opinión?

—No, creo que todos tienen este amor y esta voluntad.

—¿Por qué entonces, Sócrates, no decimos que todos los hombres aman, puesto que aman todos y siempre la misma cosa?, ¿por qué lo decimos de los unos y no de los otros?

—Es esa una cosa que me sorprende también.

—Pues no te sorprendas; distinguimos una especie particular de amor, y le llamamos amor, usando del nombre que corresponde a todo el género; mientras que para las demás especies, empleamos términos diferentes.

—Te suplico que pongas un ejemplo.

—He aquí uno. Ya sabes que la palabra poesía tiene numerosas acepciones, y expresa en general la causa que hace que una cosa, sea la que quiera, pase del no-ser al ser, de suerte que todas las obras de todas las artes son poesía, y que todos los artistas y todos los obreros son poetas.

—Es cierto.

—Y sin embargo, ves que no se llama a todos poetas, sino que se les da otros nombres, y una sola especie de poesía tomada aparte, la música y el arte de versificar, han recibido el nombre de todo el género. Esta es la única especie, que se llama poesía; y los que la cultivan, los únicos a quienes se llaman poetas.

—Eso es también cierto.

—Lo mismo sucede con el amor; en general es el deseo de lo que es bueno y nos hace dichosos, y este es el grande y seductor amor que es innato en todos los corazones. Pero todos aquellos, que en diversas direcciones tienden a este objeto, hombres de negocios, atletas, filósofos, no se dice que aman ni se los llama amantes; sino que sólo aquellos, que se entregan a cierta especie de amor, reciben el nombre de todo el género, y a ellos solos se les aplican las palabras, amar, amor, amantes.

—Me parece que tienes razón, le dije.

—Se ha dicho, replicó ella, que buscar la mitad de sí mismo es amar. Pero yo sostengo, que amar no es buscar ni la mitad ni el todo de sí mismo, cuando ni esta mitad ni este todo son buenos; y la prueba, amigo mío, es que consentimos en dejarnos cortar el brazo o la pierna, aunque nos pertenecen, si creemos que estos miembros están atacados de un mal incurable. En efecto; no es lo nuestro lo que nosotros amamos, a menos que no miremos como nuestro y perteneciéndonos en propiedad lo que es bueno, y como extraño lo que es malo, porque los hombres sólo aman lo que es bueno. ¿No es esta tu opinión?

—¡Por Zeus!, pienso como tú.

—¿Basta decir que los hombres aman lo bueno?

—Sí.

—¡Pero qué! ¿No es preciso añadir, que aspiran también a poseer lo bueno?

—Es preciso.

—¿Y no sólo a poseerlo, sino también a poseerlo siempre?

—Es cierto también.

—En suma, el amor consiste en querer poseer siempre lo bueno.

—Nada más exacto, respondí yo.

—Si tal es el amor en general; ¿en qué caso particular la indagación y la prosecución activa de lo bueno toman el nombre de amor? ¿Cuál es? ¿Puedes decírmelo?

—No, Diotima, porque si pudiera decirlo, no admiraría tu sabiduría ni vendría cerca de ti para aprender estas verdades.

—Voy a decírtelo: es la producción de la belleza, ya mediante el cuerpo, ya mediante el alma.


—Vaya un enigma, que reclama un adivino para descifrarle; yo no le comprendo.

—Voy a hablar con más claridad. Todos los hombres, Sócrates, son capaces de engendrar mediante el cuerpo y mediante el alma, y cuando han llegado a cierta edad, su naturaleza exige el producir. En la fealdad no puede producir, y sí sólo en la belleza; la unión del hombre y de la mujer es una producción, y esta producción es una obra divina, fecundación y generación, a que el ser mortal debe su inmortalidad. Pero estos efectos no pueden realizarse en lo que es discordante. Porque la fealdad no puede concordar con nada de lo que es divino; esto sólo puede hacerlo la belleza. La belleza, respecto a la generación, es semejante al Moira (Destino) y a la Ilitía (Diosa de los nacimientos). Por esta razón, cuando el ser fecundante se aproxima a lo bello, lleno de amor y de alegría, se dilata, engendra, produce. Por el contrario, si se aproxima a lo feo, triste y remiso, se estrecha, se tuerce, se contrae, y no engendra, sino que comunica con dolor su germen fecundo. De aquí, en el ser fecundante y lleno de vigor para producir, esa ardiente prosecución de la belleza que debe libertarle de los dolores del alumbramiento. Porque la belleza, Sócrates, no es, como tú te imaginas, el objeto del amor.

—¿Pues cuál es el objeto del amor?

—Es la generación y la producción de la belleza.


—Sea así, respondí yo.

—No hay que dudar de ello, replicó.

—Pero, ¿por qué el objeto del amor es la generación?

—Porque es la generación la que perpetúa la familia de los seres animados, y le da la inmortalidad, que consiente la naturaleza mortal. Pues conforme a lo que ya hemos convenido, es necesario unir al deseo de lo bueno el deseo de la inmortalidad, puesto que el amor consiste en aspirar a que lo bueno nos pertenezca siempre. De aquí se sigue que la inmortalidad es igualmente el objeto del amor.

—Tales fueron las lecciones que me dio Diotima en nuestras conversaciones sobre el Amor.

"Finalmente el hombre observará la belleza con el ojo de la mente y será capaz de producir, no sólo simples imágenes de lo que es bueno para el hombre, sinó realidades. ¿Sería esto una vida indigna, Sócrates?"

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