Al pie del campanario: La tercera cita

La décima campanada mueve mi corazón porque mis esperanzas se disipan con el tiempo, mientras yo vago perdido en la historia que vivo con ella y que, aunque no lo acepto, muy pronto podría llegar a su final. Tan pronto como en los siguientes 4 segundos, terminaré de revivir los momentos que permitieron que florezca en mi mente, la ilusión de un nuevo amor.

Ella regresó de un viaje, después nos reencontramos un sábado por la noche, siempre tarde, después de las diez. Bajó de un taxi, miró su celular rápidamente y luego lo apagó; nos tomamos de las manos y caminamos por las calles céntricas de nuestra ciudad, al amparo de la centenaria arquitectura que atestiguaba el nuevo romance, el amanecer de una pareja, el brote sigiloso de una vida común.

La tranquilidad del café de la noche anterior fue reemplazada por dos bebidas alcoholizadas en un discoteca de moda; y si la oscuridad no me engañaba, el juego de luces sobre sus resplandecientes ojos, sólo consiguió agitar más mis deseos de proseguir en este camino, que a cada paso era más dulce. Bailamos algunas piezas, mientras en otras conversamos. Nunca recibí elogios por seguir el ritmo de la música, pues es sabido por quienes me conocen que, cuando de baile se trata, mis pies no hacen figuras en la pista, realmente se mueven sin compás, aparentando un trote descordinado. Pero ella reconoció cierto talento en mis movimientos, causándome admiración y gracia hasta el punto de reír.

Dos horas después nos sentamos frente a las gradas donde hoy la espero, en esa banca que mira a la catedral, donde permanecimos abrazados, cubriéndonos del frío, pero también por algo más… Ella me habló de un viaje largo a tierras lejanas, que por varios meses, o por más de un año, nos separaría. Me preguntó con cierta inocencia: —¿Crees que un beso es un compromiso?. Pero yo no supe qué decirle, entendí perfectamente la duda que tenía entre su corazón y su mente. Sentí miedo, el miedo que siente aquella persona que sabe que se le escapa una gran oportunidad.

Dejamos la plaza y caminamos un poco más, para comer algunos anticuchos y caparinas en los carritos de los ambulantes, que acostumbran amanecerse en la vía pública para atender a todos aquellos que después de una larga noche de baile, desean recuperar energía con alguna comida rápida y acompañada con emolientes, que es una infusión de hierbas nativas tomada muy caliente.

Pero no dejaría de intentar conquistarla, aunque ella parta de este país estaba dispuesto a esperar su regreso.

Continuará...

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